lunes, 3 de marzo de 2008

De nuestro último día en Cusco, la pérdida de mi reloj andino y todo lo que vino después

A Ingrid y Matías

Luego de recorrer cuanto sitio arqueológico vimos cerca de Cusco y de sentirme toda una Indiana Jones por aprender en un par de horas a reconocer la cerámica de la lítica, ya todas las ruinas parecían la misma cosa. Sin ánimo de desmerecer el oficio de mi buen "busca huesos", la verdad es que yo esperaba que éste me contara las mil y una historias de cada sitio, pero a cambio de mis interrogantes sólo recibía un escueto y lánguido "no sé" o "puede ser". Claro, decía yo, si todo puede ser, me pongo de guía turística y hasta dólares hago.


Quince maravillosos días habían pasado, aclimatándome al tiempo andino, admirando los servicios de información turística peruanos, conociendo maravillosas personas y superando mis capacidades de subir y bajar escalones, cuando escuchamos los rumores de un nuevo Paro de Actividades. El de esta vez era de carácter "indefinido" y "agrario", cuyo bullicio se fortalecía en cada parada de taxis y venta de periódicos. Pero estábamos en Cusco, la antigua capital del imperio de oro, y allí cada día “parado” es como día ayunado, por lo cual la movilización no prometía tomar ningún carácter más allá del mediático.

Sin embargo alguien nos alertó de la proximidad de un Paro de Transporte y entonces mi reloj andino recién adquirido se detuvo lentamente, comenzando con una feroz incertidumbre y culminando con una sensación de estar en África en medio de conflictos étnicos. Sobresalto que se intensificó por los augurios del catastrófico y apocalíptico nochero del hostal donde nos quedábamos por 35 soles la habitación (Pirwa Backpackers). El hombrecito muy amable (y gratuitamente) nos contó que si se unía el transporte al Paro, no podríamos ni asomar nuestras narices por la puerta de calle. Su comentario, unido a la lluvia que cayó entonces, lo encontré demasiado terrible, porque para que YO no pueda asomar la nariz, debe estar la soberana cagada.

Siento, no poder evitar describir dicha situación con tal soez palabrota, aunque mi padre diga que debo cuidar la bocota y la plumita, porque los blogs son los espacios públicos del siglo XXI y hasta trabajo podría conseguir o perder por culpa del libertinaje expresional. Pero no me satisfizo ningún sinónimo y en el trabajo presente y futuro es en lo último que quiero pensar en estos cortos minutos vacacionales.


Volviendo a la tragedia cusqueña prearmagedón que se me armaba en la mente, déjenme asegurarles que no hay nada peor en esta vida que tomar decisiones basadas en pronósticos de gente que sólo te regala una sonrisa a cambio de un sol. Pero ya que no había otra alternativa, decidimos salir raudamente de aquella capital turística y dirigirnos lo más cerca de Bolivia que pudiésemos, con una repentina y errónea convicción de que íbamos a parajes menos convulsionados.


Así nos encaminamos al Terminal de Buses, convertido en un reverendo caos babilónico de la oferta y la demanda. Nosotros, por tratar de no llegar a Puno a la irrisoria hora de las 03:30 a.m., compramos boletos en un bus que espero nadie se le ocurra tomar jamás. Y si puedo pedir otra cosa también, ojala se queme enterito con su falsa calefacción e inexistente DVD. ¡Pero vacío! Pues qué culpa tiene la gente de tener que viajar en semejante chatarra, el cual sólo por milagro anda.


Así era nuestro bus de nombre voluble (“El Sur”, figuraba en los boletos; “Extra Sur” pintado en la carcaza; o “Etra Sur” sostenía el bordado barato de sus asientos) el cual prometía los mayores lujos y comodidades, y a cambio nos entregó unos asientos hediondísimos a orín, filtraciones de viento helado y hasta goteras. Sí, GOTERAS. Yo, que pensaba que éstas sólo aparecían en los techos malditos por la mala vida, el desuso o la pobreza, me vi bombardeada por la lluvia y la triste realidad del transporte interurbano peruano. Entonces, cobraron sentido las palabras de viajeros aventajados que sabiamente nos recomendaron: "siempre tomen el más caro".


Afortunadamente, mi ex mejor “amigo con ventaja” y actual futuro esposo con deberes (¿?), se ofreció de chivo expiatorio ante la lluvia, amortiguando los estragos de la peor noche de mi vida. No sin antes, arriesgarse de muerte por encadenar nuestros bolsos a la parrilla del bus, temiendo un robo. No, no era el clásico miedo turístico infundado por la paranoia gringoide, no señores, sino uno más mordaz, nacido de la propia boca de una dulce peruana. "¿Se bajan en Juliaca, cierto?"- preguntó antes que prendieran los motores. "No, en Puno"- respondimos con el unísono de tantos años juntos. "Ah, pues entonces se los van a robar"- sentenció.

Y aunque la desconfianza sea la madre de todos los actuales conflictos políticos, la verdad es que resulta bastante dificil confiar en los hermanos que no confían en sí mismos. En eso remordía mis pensamientos, cuando se enciendieron los motores y la máquina partió con Don B “atado” a los bolsos que trataba de encadenar al maletero. Los gritos e insultos que se llevó el conductor, el auxiliar de viaje y sus respectivas madres, hermanas y abuelas, terminaron por romper mi maltrecho espíritu altiplánico. Es que puedo entender eso de las racionalidades diferentes, la diversidad y los encuentros de mundos, pero el sentido común, que según yo debería tener el estatuto de “Universal”, me indica que ¡cómo se les ocurre echar a andar un bus con un hombre casi bajo las ruedas!! Y pero aún: con MI hombre bajo ellas.

Traicionaba y traicionaba mi ateísmo radical, implorando a cada deidad que recordaba de los guías turísticos (que no pagamos pero que atentamente escuchamos) porque el viaje terminara luego. Como castigo de Viracocha, el bus alunizó -por decirlo de algún modo- en Puno a las 4 de la madrugada, con alrededor de dos grados de sensación térmica y yo muriendo de sueño, rabia e impotencia. Un pequeño cóctel mortal a esas tempranas horas, por el cual hasta el día de hoy me es imposible recordar el cómo y cuándo llegamos al hostal que por bendita suerte Boris había reservado por 40 soles la noche.

Les hablaría maravillas de Puno si hubiera recorrido algo más que un par de cuadras y la primera sala de su clínica privada. La noche de la fatal travesía me había dejado de regalo una faringotraqueobronquitis aguda. Gracias a esto, pude conocer y comparar los sistemas de salud peruano y chileno. Concluyo que debe ser esa sabiduría ancestral incaica la que les permite deducir lo que a uno le aqueja sin casi ni siquiera auscultarlo. Aunque me reconozco totalmente ignorante en asuntos médicos y biológicos, el tomarse media hora para consultarme sobre mi alimentación, historia clínica personal y familiar, e incluso mis sospechas de la posible enfermedad, algo debe ayudar en el diagnóstico (podrían aprender algo los chilenos...).


Aprovechando que estábamos en la cuidad, tomamos un tour por 20 soles a La Isla de los Uros, completamente flotante, hecha de totora, desde el suelo hasta el temple de sus supuestos habitantes. Una total pérdida de tiempo, si me permiten confesar, incluso para los momentos de fotografía. Una visita tan inútil como los intentos de mi querido Boris de entrar a nuestra habitación alquilada de cualquier hostal, sin tocar antes la puerta. Cada vez que regresaba, aunque fuera de la cocina o la recepción, se encontraba conmigo encerrada bajo siete llaves. Tanto se quejó, que la segunda y última noche en tierra peruana, me vi obligada a confidenciarle el por qué de mi actitud: Desconfío más de un tonto que de un malo. Coincidentemente, el buen hombre de la recepción tenía una cara de mente limitada a más no poder, que Boris me encontró entonces, y sólo entonces, toda la razón del mundo.




Al día siguiente nos fuimos a Copacabana (Bolivia), pero no cometan el error mío de imaginarse que Copacabana es algo así como un paraíso tropical con jugos naturales de maracuyá al borde de una dorada playa bañada de aguas turquesas. Más bien se parece al pueblito de Pisco Elqui en invierno, con lago propio, lluvias diarias y la particular inclinación de salir a linchar peruanos de vez en cuando. Un puertito lleno de botecitos con forma de cisnes (como en los parques de diversiones a mal traer). Bastante tranquilo, si lo que busca el viajero es descansar y dormir, pero temible de noche por el silencio sepulcral, propio de los pueblos muertos. En cada esquina un alma en pena nos esperaba sólo para ignorarnos, hasta que nos encontramos con el amigo de un gran amigo. Con ellos matamos un poco el tiempo, escuchando aventuras y desventuras en los Campos de Hielo Sur.


Decidimos entonces dar un respiro a nuestros cuerpos y dormir lo que ellos necesitaran para reponernos de los días de escalinatas empedradas y prepararnos para los venideros de capitales bulliciosas. Como unos monjes nos enclaustramos en el hostal “Sonia” de Copacabana, el cual por 20 bolivianos percápita (1400 pesos chilenos) te daba techo, abrigo y la "bendita" televisión por cable.


Al día siguiente, la Isla del Sol nos recibió con su mejor cara de día luminoso y pocos turistas aventajados bañados en aguas cristalinas. Un pequeño refugio paradisíaco ideal para descansar y contemplar. Lamentable no habernos enterado antes de sus maravillas para mudar nuestros días de siesta allí. No nos quedó más que conformarnos con una marcha en barco que duró más que nuestra estadía en tierra firme.




Por otros 20 bolivianos nos vinimos a la altísima cuidad de La Paz, capital de un pueblo empobrecido y pisoteado. Fue un viajecito sencillo, sin gracia ni desgracia, que duró dos vueltas al CD “Nos sobran los motivos” de Joaquín Sabina y una siesta corta. Allí nos esperaba una falta de oxígeno constante, calles alborotadas a más no poder y el exquisito mercado de la buena literatura a bajo costo.


Aprovechamos de ir a maravillarnos con el oro, la plata, los textiles y la cerámica de sus museos, a los cuales pudimos acceder por la módica suma de 8 bolivianos. También se nos dio la oportunidad de ir a Tiwanaku, aunque fue 20 veces más costoso. Pagables, sin dudar, sólo por ver un sitio y un suelo todo arqueológico, todo excavable, todo admirable... y al cual espero volver algún día, cuando ya no le quede más secretos por develar. A ver si entonces vuelvo a respirar la armonía que sólo dan las cimas escaladas, la etérea sensación de calma que irradiaba mi relojito andino -ahora extraviado- y a reconciliarme con tanta deidad prehispánica que maldije.



Por mientras, puedo esperar alimentando mis recuerdos y fantasías con las fotografías de mis propias proezas, los pequeños tesoritos que me robé de cada tierra imperial que pisé y con lo bueno que me compré del Gabo, Eco, Chomsky, Galeano y Bryce Echenique. Y cada vez que lea un texto del último, me acordaré de mi amiga Janisse, que lo tiene por favorito, que es peruana con tiempo andino colonizado y que en Chile sólo ha tenido nanas chilenas, según recuerdo recalcó una vez.

La Paz, 28 de enero de 2008.













7 comentarios:

Anónimo dijo...

Realmente interpretado por L!, aunque por cierto menos apocaliptico y catastrófico...

Bonito además el recuerdo de Ingrid y Matías (les debo un mail!)

Es una estupenda cronica....

Pulitzer pa ella, como siempre...

Éxito!

fraudulenta dijo...

Que mujer tan aventurera!!
Amo esta época de cámaras digitales, que ya no es necesario esperar por las fotillos.
Un beso para L! y para B!
J

Anónimo dijo...

Muy bueno el relato!! En muchas partes me sentí muy identificado, especialmente en la primera... nosotros también estábamos en la incertidumbre antes de ir a Cusco, estábamos en Puno y sólo el día anterior al viaje nos enteramos de la cagada que se estaba gestando... por suerte en los caminos no encontramos problemas, aunque en la ciudad tampoco vimos mucho ajetreo al segundo día de protesta. Por lo que cuentas sólo fueron a Los Uros... yo también sentí que había gato encerrado en esas islitas... musho teatro encontré yo jajaja, si hubieran visitado Amantaní o Taquile de seguro su viaje sí habría valido la pena =D.
De seguro nos vemos la próxima semana, ahí nos conoceremos cuando vaya a ver al Boris. Que estés muy bien! Nos vemos!.

Anónimo dijo...

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martín caminador dijo...

Buenas, te cuento que estuve por esos mismos lugares, durante un largo viaje que hice junto a un amigo desde Bs. As. hasta Colombia y sinceramente no coincido en mucha de las valoraciones que hacés, como por ejemplo el caso de Copacabana, hermoso pueblo que nada tiene que por suerte no tiene ni palmeras ni mar verde. Y por las noches un placer recorrer las calles que se vuelven parte de un paisaje surreal, mientras se conversa bajito con amigos, rumbo a la playa a guitarrear y compartir unosa mates. De ahí también son muy llamativas las ceremonias de bautismo de los autos, cual si fuesen personas.
Linchamiento de peruanos??...
Por los viajes, sí, son terribles, y he tenido peores, el peor de todos de Tupisa a Potosí, por senderitos de tierra de 3 metros de ancho como máximo a miles de metros de altura, destartalados y sin baños. Me la pasé coqueando todo el camino y viendo las cruces del camino pensaba que nos convertiríamos en una más.
Pero cuando se viaja a otro país es uno el que debe abrirse y adaptarse y no el resto.
Bueno, tengo sueño, me quedo con las ganas de compartir cosas sobre Cusco, para mí, la ciudad más hermosa y también de hablar sobre la hospitalidad y la sociabilidad del pueblo peruano.

Anónimo dijo...

no cachaba que alguien había posteado! quién es? le respondo? ha pasado más de un año!

No quiero que crea que no me importa su opinión (aunque claro, no es que me importe). Sólo díganle si lo ven: Que bueno, ya. Que tiene razón y yo también.

Anónimo dijo...

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